El vuelo nuevo de Luna-negra
por: Roberto Carlos Garnica | 677 palabras | ¿Ballenas o gas?
Luna-negra, una descendiente de las ballenas jorobadas, se yergue sobre sus musculosas aletas caudales. Aspira con placer el aire de la cima. Otea el horizonte. Se lanza en picada desde el acantilado. El agua iridiscente encandila sus ojos dulces. A segundos de estrellarse contra las piedras frías extiende sus alas membranosas y se eleva como las esporas de un diente de león.
La jorobada alada parecía una mariposa blanquinegra, un murciélago gigante, un dragón postapocalíptico, una gorda mantarraya astral.
Incluso antes de la mutación súbita del año 1 después de la liberación de Gaia, los cetáceos eran ya un portento evolutivo: provenientes del mar primigenio poblaron la tierra y desarrollaron pulmones, pero con el transcurrir de los crones retornaron al océano. Impresiona todavía más cómo ahora exploran la superficie del mar y las regiones abisales, habitan los desiertos y la tundra, navegan por los anchos aires y la exosfera. Con sus pulmones, sus branquias y sus poros áureos, la colosal Luna-negra es lo que, si aún existieran los patéticos monos desnudos, tan obsesionados con los nombres impersonales, denominaría tribio.
La extinción de los autodenominados seres racionales, unos bípedos impuros e ingenuos, significó un nuevo florecimiento de muchas especies animales y de la vida en general.
Mientras sobrevuela, lo que alguna vez fue llamado el Golfo de California, Luna-negra repasa el mito originario que su abuela le contó:
*
En el año 21 antes de la liberación de Gaia, el mamífero egoísta puso en marcha su maquinaria, creando lo que llamaron Proyecto Saguaro, con el cual destruyeron paulatinamente la región. Las primeras en desaparecer serían las ballenas jorobadas. Muchas abuelas y ballenatos ya habían sido asesinados por la embestida brutal de alguna mole ciega. Tan sólo los ruidos de las conchas de hierro eran peores que la muerte. Como último recurso, la Abuela-del-mar le pidió al Padre-de-la-transformación:
—Es necesario, para mantener la vida, que dotes a los cetáceos de la capacidad para desplazarse y sobrevivir en la tierra y en el cielo. Pídeles, además, que adviertan a la criatura desorientada que ninguna especie está sobre la vida, que desistan, que no tendrán una oportunidad más.
—Sí, Abuela.
El Padre se sintió impotente. La complicación no radicaba en dotar a un animal de la capacidad anatómica y fisiológica para sobrevivir en cualquier hábitat, ni en el modo de comunicar el mensaje. El mayor obstáculo consistía en hacer que el primate ególatra reciba, comprenda y abrace dicho mensaje. Ya habían sido advertidos por aguas abundantes y vientos violentos, por temblores de tierra e incendios inesperados, por el calor y el frío extremos, lo hizo incluso un pez abisal luminiscente.
Adivinó entonces el día en el que se avistaron a las ballenas, orcas, delfines, cachalotes y narvales sobrevolando y recorriendo las ciudades, algunos experimentaron terror, otros, fascinación, muchos reaccionaron con violencia, muy pocos comprendieron. Ni siquiera la comunicación telepática fue efectiva. Los seres ególatras siguieron devastando hasta que su propio veneno los aniquiló.
Gaia sintió pena, porque realmente había amado al homo curioso y había hecho hasta lo imposible para que éste alcanzara el equilibrio.
Y cuando murió el último mono ególatra, la Madre derramó lágrimas rojas que purificaron el planeta azul.
*
Luna-negra revivió la pregunta que le hizo a su abuela cuando ésta concluyó el relato:
—¿Ese fue el final, abuelita?
—No, mi niña, fue el reinicio de nuestra historia sin fin.
También sintió, como aquella vez, una punzada de piedad por aquel que se inmoló a sí mismo. “Si tan sólo hubieran escuchado la historia que me contó mi abuelita, habrían comprendido que, en realidad, su dilema era ¿humanos o gas?”, musita Luna-negra con melancolía.
La bella jorobada de ojos de plata desciende con determinación, atraviesa la manta de lotos marinos que perfuma la superficie, se sumerge en las aguas frías del océano inmortal, abre su boca para engullir una jugosa ración de peces, krill y plancton. Finalmente suspira y se pregunta si será posible que el homo extraviado resurja, “después de todo, la vida de por sí es un milagro y para el dios mamífero no hay nada imposible”.
Roberto Carlos Garnica
Roberto Carlos Garnica. Filósofo, antropólogo, historiador y escritor. Ha publicado relatos en Penumbria, Fanzine Delfos y Lengua de diablo. Su cuento “El filósofo y la araña” fue publicado en el libro “En Mundos Nuevos” (Estigma Ediciones). Ha publicado poemas en diversas antologías. Obtuvo el tercer lugar en el concurso de creación literaria organizado por la Universidad Autónoma de Querétaro. Obtuvo mención honorífica en el concurso de Relato corto “Ninín 2024” organizado por la Casa de la Cultura de Papantla, Veracruz. Es columnista en Penumbria (Filosofía HPL) y en Colectivo Delfos (La palabra de los abuelos y La filosofía interminable de Ende).