Las ballenas también quieren gasolineras
por: Víctor Parra Avellaneda | 3683 palabras | ¿Ballenas o gas?
—¡Son seres sintientes! —gritó Don Alejandro Gutiérrez, ecólogo de la Universidad de Guadalajara, tras lo cual volvió a tomar un poco de esa agua aderezada de sales minerales del Mar de Cortés, última novedad en la línea de refrescos nacionales del presidente de la empresa, su interlocutor, a quien tenía a pocos pasos.
La galería del despacho estaba llena de fotografías de diversos cetáceos con herramientas, desde martillos, cuchillos, sierras eléctricas, esponjas y hasta macanas policiales. Era un despliegue de retratos de carácter subacuático que hacía resonar la actitud estoica y casi marcial del empresario.
—En efecto, eso lo sabe todo el mundo. Sienten como nosotros y quizás más —contestó el presidente, tocando su corbata.
—¡Y también necesitan su espacio! —exclamó Don Alejandro, sorbiendo un poco más del refresco hasta que se acabó, lo cual lo hizo preocuparse o eso se notó en su rostro.
—Totalmente de acuerdo. Tanto como nosotros. Como son grandes, enormes, necesitan mucho espacio.
El presidente miró el vaso vacío y sonrió.
—Parece que se le ha acabado su refresco —dijo.
—Es verdad —contestó Don Alejandro—. Debo admitir que es muy bueno. Es delicioso. ¿No tendrá más?
—Oh, por supuesto —contestó el presidente, yendo a un pequeño servibar anclado en una de las esquinas del inmueble. Abrió la puerta y sacó de ahí una de las latas que vació en el vaso.
Don Alejandro se lo llevó a la boca, bebió y en su cara se generó una expresión de éxtasis y plenitud.
El presidente, por su parte, fue a los retratos de las ballenas y delfines con las herramientas sostenidas en sus hocicos.
—¡Y son inteligentes! ¡No podemos hacerles eso! ¡Es un crimen! —aseveró Don Alejandro, ya teniendo su vaso de refresco a medio terminar.
—Por supuesto, mi estimado ecologista. Las ballenas son enormes, con un cerebro miles de veces más grande que el nuestro. Los cetáceos tienen una arquitectura en su sistema nervioso análoga al humano, quizás superior. Sí, es un crimen no darles el progreso, ¡un crimen lo que quiere que haga! ¡Retirar ese gasoducto! ¡Que Dios nos agarre a todos confesados!
—¡No, el crimen lo cometerá usted! ¡Van a destruir su hábitat! ¿Está usted loco?
El presidente no volteaba, mantenía su postura erguida y solemne ante las imágenes de los animales marinos. Una postura de hombre culto y con predilección por las cosas más profundas y misteriosas del orbe.
—¡Ah, cómo son ustedes! A ver, ¿cómo le digo? Primero, no es destrucción de hábitat, sino reacondicionamiento, modernización de un entorno que durante mucho tiempo ha estado… como decirlo… en paupérrimas condiciones. Segundo, las ballenas son igual de inteligentes que nosotros. Pueden resolver problemas matemáticos con mayor eficiencia que el más psicótico de nuestros contadores; saben regresar de sus largas migraciones exactamente al mismo sitio del que partieron y también son muy inteligentes en haberse asentado en ese lugar de Baja California. Los humanos también nos asentamos ahí. Diría que, por la evidencia científica, las ballenas llegaron ahí hace mucho tiempo.
—Pues por eso —contestó el ecólogo, furioso, acercándose al presidente y sumándose a la contemplación de las fotografías—. Ha sido su hogar durante mucho tiempo y ahora se los quieren quitar.
Luego de decir esto, Don Alejandro sintió su boca un tanto reseca y la sed invadió su paladar, por lo que terminó el contenido del vaso. El presidente volvió a notar esto, sonrió con más ánimo y se dirigió otra vez al servibar para darle más de ese preciado líquido a Don Alejandro. El ecólogo sorbió con rapidez, pareciendo que jamás hubiera bebido en su vida, y exhaló un característico ¡Ah! al sentirse satisfecho.
—No hable en esos términos tan oscuros, mi amigo, nada de eso. Las ballenas llegaron hace mucho tiempo, eso es claro, pero nuestros científicos han teorizado que quizás estas tengan un don. Verá, con un cerebro tan enorme, ¿cómo pasar por alto una habilidad evolutiva tan trascendente? Imagine, las ballenas logran percibir sentidos que nosotros apenas imaginamos. Sentidos capaces de ver más allá, de deducir el funcionamiento de las cosas. Bueno, eso todo el mundo lo sabe… Perdón, no todo el mundo, solo nosotros. Pero como nosotros tenemos mucho dinero y poder, contamos como si fuéramos el mundo.
—Lo que dice es una tontería —interrumpió Don Alejandro, volviendo a tomar de su vaso.
—¡Ah, una tontería! Venga conmigo y vea con sus propios ojos. Parece que estas fotografías no son para usted la suficiente evidencia.
Don Alejandro dio el último sorbo al refresco. Después de esto, salieron del despacho para ver el exterior. Estaban los dos en el palacio del presidente de la empresa Refresco de Cortés, cuyo lema era Un sabor como para dejarse llevar y conquistar una nación. En realidad, esa era una de las tantas residencias que el presidente había adquirido en el país.
Aquel recinto a un par de metros de la línea de costa consistía en una exuberante mansión neoclásica labrada en ladrillos de mármol traídos desde Grecia, incorporada en un vasto terreno de varios cientos de hectáreas que bien podrían haber sido un pequeño pueblo. Había de todo, cientos de palmeras, pabellones con atracciones turísticas, jardines con plantas exóticas y muchas tiendas.
Había también bares donde los empleados hacían deliciosas piñas coladas; establecimientos de café, té y refresco de la marca nacional y un restaurante de mariscos de cinco estrellas Michelin, donde un cocinero francés salía para saludar al presidente.
—Oh, Président, bonjour… —dijo el chef.
Don Alejandro lo miró estupefacto, porque no sabía hablar francés y el resto de la conversación fue un ir y venir de consonantes de pronunciación curiosa y grotesca, acompañado por movimientos de manos que más parecían manierismos y al presidente riéndose con el chef cada dos por tres.
Terminada la enigmática conversación, el chef mandó a uno de los empleados un saco con ostiones recién sacados del mar y un martillo.
—Bueno, ya podemos proceder y verá lo que quiero mostrarle —le dijo el presidente a Don Alejandro, sosteniendo el saco de ostiones y el martillo y siempre acompañado por su particular sonrisa.
Se retiraron del complejo de restaurantes y bares y llegaron a donde un anfiteatro sin techo cuyas gradas rodeaban a un enorme tanque de agua en cuyo interior nadaba un grupo de muy variados delfines. El agua chapoteaba y se veían colas y aletas.
Entonces el presidente lanzó el martillo a las aguas.
—Vea por usted mismo —dijo el presidente, entre risas.
Enseguida, los delfines del tanque fueron con gran velocidad hacia donde cayó el martillo. Lo tomaron con la punta del hocico y empezaron a jugar con este. El delfín que tenía en su poder el instrumento iba de un lado a otro, mientras los demás nadaban con gran ímpetu en una carrera por ver quién se lo quitaba.
—¿Lo ve? —dijo el presidente.
—¿Ver qué? —exclamó Don Alejandro, confundido, su voz sonaba rasposa y en su rostro empezaba a notarse cierto cansancio—. ¿Qué diablos se supone que significa esto? Son delfines con un martillo y ya. Comportamientos particulares.
—¡Ha, ha, ha, ha! —rió el presidente, imitando a una risa francesa—. Usted solamente ve a unos delfines persiguiendo a un martillo, ¿en verdad no ve nada más? Y luego los que subestimamos a la Naturaleza somos nosotros. Por Dios. Y se dicen científicos. Si de ustedes dependiera el mundo la gente no sabría usar el papel de baño.
Fue entonces que el presidente tomó la bolsa de ostiones, de la cual extrajo varios caparazones y los arrojó al tanque. Los delfines, al ver zambullirse tal alimento, se fueron inmediatamente a donde estos y los rodearon con inusitado frenesí.
Todo el grupo de cetáceos observó largo rato a los ostiones, tratando de abrirlos con mordiscos, pero ninguno lo consiguió. No fue hasta que el delfín con el martillo se acercó y empezó a golpearlo. Fue repetidas veces esta acción que, al cabo de un momento, el delfín logró romper la coraza y obtener tras ella al manjar oculto. De inmediato los demás delfines fueron turnándose la herramienta y destruyendo las corazas de los ostiones, devorándolos.
—¿Ahora lo ve? Los delfines y todos los cetáceos usan herramientas. Es signo de gran inteligencia. Síntoma de civilización. A que nunca había visto algo así.
—Por eso mismo debemos dejarlas en paz —dijo Don Alejandro, irritado.
—No, no, no, no, para nada —interrumpió el presidente, deleitándose con el espectáculo de los delfines—. Usted solo ha visto cómo usan un martillo, pero si viera cómo han usado sierras, podadoras, tenedores, cuchillos, cucharas, ábacos, bicicletas, incluso máquinas de escribir, se sorprendería. Estos animales son más que simplemente inteligentes. Tienen una civilización, como la nuestra. Y toda civilización respetable hoy en día está organizada, sometida a reglas y acuerdos comerciales con otras naciones. Como estos delfines y las ballenas son un pueblo capaz de inferir cómo funciona cada artefacto, debo decirle que ya tienen estructuras definidas en su organización, es tiempo de que se adecuen al mundo.
—Sí, las ballenas tienen grupos y jerarquías, pero eso no significa que sean una civilización, ¿de qué rayos habla? ¡Me está distrayendo del tema! ¡Ustedes quieren construir un gasoducto justo donde ellas viven! —dijo jadeando.
—¡Ah, cómo es usted y su conservadurismo! ¡Ha leído mucho a ese tonto de Rousseau! Verá, las ballenas y delfines distinguen una herramienta para usarla en su favor. Además, hay jerarquías, sí. Hemos tenido otros experimentos donde les damos alimentos más suculentos, calamares, pulpos, atunes, a cambio de objetos por los cuales intercambian. ¿Puede creerlo?
—Eso… Eso es solamente un condicionamiento… Confunde eso con…
—¡Ah, siempre con lo mismo! Que si condicionamiento, que si bla bla bla bla, ya no saben qué decir —interrumpió el presidente.
—¡Es eso! Condicionamiento, lo usan como prueba, pero no es así. Están humanizando a los animales y eso es cruel. Y luego, con ese proyecto, venir a su lugar de desarrollo para imponer un gasoducto que las terminará matando.
—¡Ah, pero qué ocurrente, amigo mío! —exclamó el presidente—. ¿Por qué ser tan egoístas y negarles la posibilidad de abrazar el progreso con sus aletas? Sus habilidades, la de estos animales, son un hecho real en la naturaleza, aprendidas por ellos mismos. Su vida se ha hecho más práctica. Sería, amigo mío, muy irresponsable tenerles ahí sin las obligaciones que un pueblo debe cumplir. Ya sabe, una cosa es la libertad y otra el libertinaje.
Ahí andan, con sus herramientas, con sus sentidos evolutivos rebasándonos, con su sistema económico en ascenso y cada vez más nociones de recaudación fiscal e inversiones submarinas en pagos de corales. Pero no pagan aranceles, ni predial por el uso de suelo marino, ni derecho de paso. ¿Por qué siguen tratando a las ballenas como niños? Ellas seguramente entienden perfectamente los conceptos que le digo, no hay que infantilizar a los animales… ¡Nunca! ¡Eso sí es un crimen! ¡Es crueldad!
—¡No me confunda con platicuchas de cuarta! ¡Ya hay muchas asociaciones en contra de este proyecto! Eventualmente se cancelará y su imagen quedará manchada, ¡y eso de que paguen aranceles es de las mayores estupideces más grandes que he escuchado! ¡Debería verse diciendo esto, da vergüenza, caray! —aseveró el ecólogo Don Armando, indignado.
—Creo que sigue sin entender. Venga conmigo y vea con sus propios ojos —le dijo el presidente—. Y lleve alguna sombrilla porque lo veo cansado, quizás sediento.
—Hace mucho calor aquí. Y sí, tengo sed. ¿No tendrá más de ese refresco?
—Oh, lo lamento; solo lo tengo en mi despacho. Tendremos que regresar ahí más tarde y ahí tendrá más de ese refresco, veo que le gustó mucho. Pero bueno, venga conmigo.
Entonces, sin saber a dónde se dirigían, el presidente le indicó a Don Alejandro que lo siguiera, hasta un pequeño puerto donde había lanchas y trajes de buzo.
—Será necesario que se ponga todo esto —señaló el presidente.
Los dos sujetos se colocaron los trajes de buzos y los tanques de oxígeno, y salieron en una lancha rumbo al mar. Desde donde estaban navegando, la residencia se fue haciendo cada vez más pequeña y a una distancia de costa de dos kilómetros, rodeados del azul marino de las olas y observados desde arriba por el azul celeste del firmamento, los dos hombres se prepararon para ingresar a las aguas.
—Mirará lo que no quiere aceptar —le dijo el presidente, con la voz distorsionada por la máscara de oxígeno.
Ingresaron a las aguas en sus trajes y descendieron varios metros.
Lo que encontraron fue una gran multitud de delfines nadando de aquí para allá, y ballenas azules. Varios grupos de estos delfines se acercaron al presidente y extendieron sus aletas, a lo cual el presidente extendió su mano para estrecharlas. Un evidente saludo corporativo.
Siguieron descendiendo hasta llegar al poco profundo suelo marino, a unos quince metros, y encontraron a gran cantidad de delfines y ballenas más pequeñas recolectando corales, rocas y esponjas. Ahí, los animales iban con una ballena principal que lo observaba todo y señalaba con su aleta a un delfín que, tras recibir la cuantiosa dote de corales y más baratijas, iba a un recoveco, oculto entre unas rocas, para darles a los demás animales varias conchas de ostiones, cangrejos y pulpos.
La escena se repitió, dejando sorprendido a Don Alejandro, quien veía cómo los cetáceos tenían un consolidado sistema de gobierno y de economía basada en la oferta, la demanda y en el capital.
El presidente entonces tentó el hombro de Don Alejandro y le indicó que nadaran más adelante. Pasaron por aquel establecimiento submarino de mariscos, para entrar en otra región del fondo, en donde vieron un pequeño arrecife. Había aquí y allá más delfines y ballenas en febril actividad. También pequeños tiburones, camarones y otras criaturas marinas que adornaban el paisaje azulado.
Ahí, en ese tumulto de formas y colores, había una carcasa de un automóvil, derruido por el tiempo. Un grupo de delfines se encargaba de usar destornilladores, martillos y tuercas para colocarlos en el sitio del motor. Después de terminar esta labor, los delfines abrieron las puertas y fueron colocando pedazos de corales y conchas en sus compartimentos. Otra ballena, quizás un ballenato, empujaba la coraza del automóvil desde atrás y, de esta manera, los delfines usaban el volante para dar dirección al empuje del cetáceo. En esta unión de fuerzas, los delfines habían abastecido el esqueleto del auto con su tesoro coralino, y lo llevaban directo a donde una gran ballena azul que, tras inspeccionar atentamente el auto, indicó con un movimiento de su gran aleta que sacaran el contenido y lo dispusieron en el fondo marino. De esta forma, los delfines del auto sacaron los corales para disponerlos en el suelo marino, como si se tratase de alguna exhibición de joyería.
Llegaban también, de otras zonas del mar, más ballenas y delfines que acarreaban lanchas hundidas, bolsas de plástico, botes y demás artefactos dejados a la merced del abandono, ahora siendo rellenos de corales y utilizados como transporte bajo las aguas. Y de ahí, la ballena principal las recibía para almacenarlas en aquel fondo repleto de recaudaciones.
El ecólogo Don Armando no podía creer lo presenciado. Era, evidentemente, un sistema bancario que los cetáceos desarrollaron. Además, con el automóvil hundido, habían deducido su funcionamiento y tenían ya muy establecida una ruta comercial.
Tras varias horas de contemplación, los dos hombres ascendieron y meditaron todas las cosas vistas.
—¿Ya vio todo? —exclamó el presidente, sacudiendo por los hombros a Don Alejandro—. Tienen sistema de distribución de alimentos, sistema de banco, sistema financiero y de recaudación… ¡También saben usar autos! Saben aprovechar la basura humana para construir una civilización. Si por ellos fuera, ya estarían haciendo naves espaciales.
—Pero… Pero… Esto no puede ser… ¡El gasoducto no puede ser! —respondió Don Alejandro, con la boca reseca y la vista cansada.
—¡Sí puede ser! —dijo el presidente, con una sonrisa más descarada que antes—. Las ballenas son una sociedad industrial en auge que necesita urgentemente que nosotros, los humanos. Viendo la necesidad de altruismo, les proveemos de insumos energéticos para propulsar su carrera evolutiva y necesidades mercantiles.
—¡Eso contaminará todas estas aguas! Los peces morirán, las ballenas también —dijo Don Alejandro, llevándose las manos a la cabeza.
—¡Ah, cómo subestima a las ballenas! ¡Si ellas saben usar un destornillador y un automóvil, por su puesto sabrán inventarse algún mecanismo para sobrevivir a la contaminación! La naturaleza, amigo mío, les pide a estas creaciones animales el salto necesario para cumplir toda su ambición. Ya no son simples criaturas a la merced del mundo, sino animales con un sentido empresarial muy fuerte, con metas, con objetivos, con visiones al futuro y el porvenir. Ellas juntan los corales para comerciar entre ellas y también para hacerlo nosotros.
—¿Qué? —dijo Don Alejandro, aún más agotado que antes.
—¿Le he comentado que hace una semana un grupo de ballenas de mucho más adentro del golfo trajo un cargamento de dos toneladas de corales? ¡Dos toneladas!
—¿Tanto? ¿Para qué querían tanto?
—Después de varias horas intentando descifrar su comunicación, descubrimos que las ballenas querían una retroexcavadora submarina, y un motor a diésel. Ahora, por lo que sabemos, tienen una base de operaciones en medio del Mar de Cortés. Ellas nos dan conchas y corales y nosotros más motores y combustible. Es… ¿cómo decirlo? Un tratado.
—¿¡Un tratado?! —exclamó Don Alejandro, sin poder creer lo que decía su interlocutor.
La boca del ecólogo estaba más seca y las palabras las empezaba a arrastrar. Se cubría la cabeza con una de las manos pues la luz del sol empezaba a dolerle. Don Alejandro ya había visto mucho, más no podía asimilar los acontecimientos recientes.
—Sí, sí, sí —contestó el presidente—. El Tratado de Libre Comercio del Mar de Cortés. Fue ratificado hace una semana por un embajador ballena. Lo firmó con tinta de pulpo y estuvieron en la ceremonia varias vaquitas marinas de testigos.
—Me estoy volviendo loco —jadeó Don Alejandro.
—De hecho, la construcción del gasoducto es una petición directa de ellas, de las ballenas. Últimamente hemos visto que su potencial bélico es, por así decirlo, preocupante. Oh, sí, olvidaba mencionar lo de su capacidad armamentística. Atacan a los turistas en Baja California con mordiscos y pedradas. Algunos delfines incluso han asustado a los bañistas sosteniendo en sus fauces cuchillos y sierras eléctricas. Verá… La situación es algo delicada. Bueno, esos son los grupos de mercenarios y piratas… Piratas ballenas y delfines. Como toda civilización, hay individuos que se inclinan por el crimen organizado. Así que también estamos en negociaciones para frenar al reciente Cartel de los Delfines, una cooperativa binacional. Este gasoducto es para desarrollar su industria bélica y sus emergentes ciudades subacuáticas. Se sorprendería de las maravillas ocultas en ese lugar. Ya tienen un centro financiero, varias carreteras y hasta una base militar donde entrenan a sus cadetes.
—¿Qué? —dijo Don Alejandro, confuso.
El ecólogo no sabía si era el sol, o el movimiento de la lancha, o la sucesión de hechos inauditos, lo que provocaba en su mente un aturdimiento abrumador. Las palabras del presidente le parecían cada vez más disparatadas y solo quería regresar. Contarles a los demás activistas que este sujeto, el presidente y sus secuaces, se aprovechaban de la capacidad de rápido aprendizaje de los cetáceos para beneficiarse de ellos y justificar su proyecto del gasoducto. Pero también, en sus pensamientos, empezó a fraguarse una especie de neblina cuya opacidad se fue asentando en sus razonamientos. Solo había un básico reflejo de su consciencia intacto y potenciado: el de la sed.
—A ver si entendí… —dijo Don Alejandro, agarrándose la cara, inclinando su cuerpo y quejándose entre cada oración por un dolor cada vez más intenso—. Dijo que tienen un tratado con las ballenas. Ellas les dan corales y ustedes diésel. Pero ¿para qué demonios quieren ustedes corales? Toneladas, dijo usted.
—¡Ah, magnífica pregunta, amigo mío! —dijo el presidente—. Los corales y las conchas son muy vistosos y se pueden vender en las costas como recuerdos. A los turistas siempre les gusta llevarse pedazos de animales como un nostálgico souvenir. Aunque también justo estos corales, que sólo las ballenas saben identificar por su agudo sentido de percepción, tienen muy interesantes propiedades químicas que, de ser usadas en el consumo humano, podrían potenciar los sabores y el deseo de comer… o beber.
—¿Cómo?
—¿Se ha preguntado por qué desde que vino a mi despacho se ha sentido cansado, desorientado, confundido, irritable?
—No entiendo.
Entonces, el presidente sacó de un pequeño compartimiento de la lancha una lata de refresco de su empresa de distribución nacional. De inmediato Don Alejandro se abalanzó hacia él con gran desesperación, pero el presidente lo detuvo con una de sus manos.
—¿Tiene sed, Don Alejandro? —dijo burlón el presidente, alzando la lata, fuera del alcance del ecólogo.
—¡Oh, no puede ser! —exclamó Don Alejandro.
Su mirada era la de alguien hipnotizado. Seguía la lata a donde se moviera.
—Da la casualidad de que las ballenas encontraron un tipo de coral con efectos psicotrópicos en el cerebro humano. La gente se vuelve muy adicta a estas cosas, completamente dependiente. Es casi imposible dejar de tomar esto cuando ya se ha iniciado. Los efectos surten a los minutos. ¿No es fantástico? Estaremos por sacar esto al mercado en unas semanas. Supongo que a la gente ya no le pesará lo del gasoducto. Como usted lo está experimentado, la población olvidará este asunto.
—Usted… usted… ¡Me drogó! ¡Todo fue una emboscada! —gritó Don Alejandro, pero tan pronto como dijo eso un espasmo recorrió su cuerpo y dijo, con otro tono de voz—. ¡Refresco, tengo mucha sed! ¡Deme ese refresco!
—Bueno, si usted quiere esta pequeña lata, pues ¡téngala! —y dicho esto, el presidente arrojó la lata en medio del océano hasta hundirse—. Espero esto sirva para su activismo.
Don Alejandro, con la mente cocinada por el misterioso compuesto de los corales usados en el refresco de distribución nacional, saltó de la lancha y se zambulló.
El presidente contempló la escena, viendo la quietud del mar. Después tomó su reloj y contó los minutos mientras admiraba los oleajes.
Uno, dos, tres… veinte… cuarenta minutos.
Nada ni nadie emergió hacia la superficie.
Víctor Parra Avellaneda
Víctor Parra Avellaneda (México, 1998). Estudió Biología en la Universidad de Guadalajara. Escribe ciencia ficción y fantasía. Premio Nacional de Literatura Fantástica de la Universidad de Sonora 2024 por la novela “Cuando las nubes salen a cazar”. Sus relatos aparecen en Axxón, Anapoyesis, Espejo Humeante, La Colmena (UAEM), Pirocromo (UAA), Penumbria, SciFdI (UCM), Zur (UFRO), Letralia, Teoría Ómicron, The Temz Review (Canadá), Culture Cult (India), The Piker Press, Spillwords (E.U.A.), The Pink Hydra (Sudáfrica) e Histórias Extraordinárias (Brasil). Autor del libro de cuentos “Más allá del horizonte” (Ediciones del Olvido, 2022). Miembro de la ALCIFF, de la IASFA y el GCTE.